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lunes, 10 de diciembre de 2007

Fabián Gómez de Anchorena


Con frecuencia, frente a los culebrones de televisión,
nos reímos de las infinitas penurias de sus personajes y criticamos
la exageración del guionista que tanto los hace sufrir.
Fabián de Anchorena es una muestra de cómo la realidad supera a la ficción
y, de cómo la sociedad, venciendo arraigados prejuicios,
puede tomar posiciones de vanguardia frente a la incomprensión familiar.


Corría 1870. Aunque a sus veinte años, Fabián de Anchorena gozaba de todos los honores imaginables, gracias a su simpatía y a la inmensidad de su fortuna, uno podría imaginar que jamás había sido feliz. 
Huérfano de padres desde los dos años, su infancia transcurrió junto a su abuela materna, doña Estanislada Arana y Andonaegui de Anchorena, cuya compañía, seguramente, no había sido un jolgorio, dado que la anciana había visto morir, no sólo a los padres de ese nieto, sino en el término de un año, a sus cinco hijas y al esposo. De manera que el único objetivo de su vida, era la atención del nieto: superficial, mimado y fascinante. Se cuenta que atildado en el vestir, Fabián vivía rodeado por una legión de amigos, compinches de trasnochadas, que eran motivo de los sermones familiares.


Asiduo concurrente al “Alcázar, descubrió entre las figurantas de la compañía lírica, a la que decidió sería la mujer de su vida: “La Gaviotti”, que no era joven, pero, en cambio, bellísima y coqueta. No fue un amor de palco a escenario y el 26 de agosto de 1870, decidieron casarse en la iglesia de La Merced. 
Desde ese instante dejó de ser un tema privado entre dos enamorados para convertirse en la comidilla y un posterior debate de la prensa. 
El cura, se negó a casarlos, la condición de artista de ella, la hacía sospechosa y tras comunicarles la decisión, les dio la espalda y, comenzó a retirarse. Fabián no se amilanó. A voz en cuello y dirigiéndose a Dios, manifestó que tomaba a esa mujer por su esposa, mientras ella lo repetía a su vez con respecto al hombre elegido. El cura Balán, comprendió que el matrimonio había quedado verificado, pero no dió brazo a torcer, informó al Obispo y al Tribunal de Justicia.

Ese mismo día por la fuerza pública y frente a una multitud de curiosos, fue arrancado de los brazos de su esposa y conducido al Departamento de Policía. Hicieron falta cuatro agentes para retirarlo del carruaje en el que fue llevado y, para recluirlo en la celda en la que quedó incomunicado.

El periodismo no abandonó la causa de Fabián. Se debatía desde la legalidad del matrimonio, a la causa por la que se lo mantenía en prisión, la cual en apariencia era una acusación de violencia sobre el cura de La Merced.

Grandes intereses, poderes que movían las piezas de la justicia, llevaron a que una acusación tan lábil, marchara muy lentamente. Recién en noviembre, la Cámara en lo Civil fijo fecha para la audiencia pública. Unos meses antes, el tribunal había recibido una petición con 15.090 firmas, reclamando la excarcelación del “reo”. Buenos Aires hacía suya la causa de los enamorados y, haciéndolo defendía la dignidad, la autonomía y la justicia tan ajenas a los tejemanejes de la influyente abuela.

La audiencia fue multitudinaria, no faltó un estudiante de derecho, un abogado. Había plena conciencia de que allí se enfrentaban la tradición de la aristocracia de convenir matrimonios entre los ilustres apellidos y un joven que defendía la causa del amor.

El tribunal fue presidido por Basilio Salas; integrado por Eduardo Carranza, Ángel Navarro, Enrique Martínez y Juan J. Alsina. La defensa la llevó Carlos D´Amico, que brillaba entre la intelectualidad porteña. El abogado de la contraparte, José Roque Pérez. El tribunal se expidió de manera por demás ambigua, a fines de noviembre: Fabián continuaría en prisión. 
Mientras tanto su abuela no veía la forma de hacer anular “semejante matrimonio”. Encontró un medio, que a ella, no le pareció deshonesto, valerse de sus contactos en la Cancillería, para obtener de manera confidencial, información sobre La Gaviotti. Usaron al cónsul argentino en Génova. Transcurridos unos meses la reservada investigación fue puesta en conocimiento público.

La cantante procedía de una humilde familia de Alejandría. Josefina, la esposa de Fabián, era bígama. A los 16 años había contraído enlace con un carpintero. Toda la familia se había trasladado a Turín, donde el padre pasó a desempeñarse como portero del teatro Vittorio Emanuelle, mientras las hijas aprendían canto. Josefina, al poco tiempo huyó, abandonando a su esposo y a sus padres, a los que cambió por un ujier de Florencia con el que tuvo dos hijos. Finalmente había dejado, también esa nueva casa, para incorporarse a compañías teatrales, que terminaron en el casamiento con Fabián.

El cónsul argentino, había hablado con el padre de la artista, quien el contó emocionado, que había recibido una carta de su hija en la que ésta le contaba que había hecho gran fortuna y que pronto iría a buscarlo para que no tuviera que ocuparse más de menesteres tan humildes.

El diario “La nación” no terminaba de preguntarse si el Estado podía intervenir en asuntos tan privados. La cuestión es que el joven Anchorena recuperó su libertad. Vivió algún tiempo con su esposa en una residencia en San Fernando, antes de embarcarse ara Europa. Una vez que en Italia, pudo comprobar que el mal habido informe de su abuela era cierto, abandonó a la cantante y se afincó en París, dispuesto a olvidar con el consuelo de su inmensa fortuna.

Supo rodearse de la flor y nata: intelectuales, diplomáticos, mujeres hermosas, placeres. Así trabó amistad con el Príncipe Alfonso de Borbón. Decidió mudarse a Madrid, y cuando el príncipe se convirtió en rey, continuó siendo su amigo directo. Vivió en el lujo en medio de la aristocracia de sangre. Alfonso XII, agregó a su nombre republicano, el título de “Conde del Castaño” y le ofreció la gobernación de Filipinas, cargo que él declinó.

Ya divorciado y recuperado de “La Gaviotti”, se casó con la hija de los Marqueses de Peñaflor, Grandes de España.

Cuando un día, decidió venir a visitar a sus viejos amigos porteños, dejó a nuestra “provinciana sociedad”, anonadada. Aquí se quedaron murmurando con asombro, mientras él regresaba a sus yates, a sus palacios, a sus fiestas. Pero, María Luisa, su esposa, falleció. Había llegado el comienzo del fin de Fabián. Su fortuna había desaparecido, él, deprimido por la reciente pérdida, sólo atinó a volver a su país.

Pero no se dirigió a nadie para solicitar una ayuda, que los viejos amigos le habrían dado. Aceptó el cambio de su suerte, se instaló en Pirán, en un rincón de una estancia que había sido de su padre. Allí vivió retirado del mundo. El espíritu de ermitaño se le había hecho carne y, la menor posibilidad de relación con algún puestero, lo hizo huir.

En 1918, en Icano, una pequeña localidad de Santiago del Estero, la policía recogió en un rancho el cadáver de un linyera. Al registrar sus andrajos, por los papeles amarillentos que llevaba, pudieron identificarlo. Se trataba de Fabián Gómez de Anchorena, Conde del Castaño


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© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna
Versión para Internet del artículo publicado en setiembre de 1994
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