Recent Posts

martes, 9 de junio de 2009

Personajes tenebrosos del ayer




En 1912 Buenos Aires conoció una clase de extraños
inmigrantes que recaló en el centro de la ciudad.
Se trataba de los “apaches”, quienes en nada se parecían
a los trabajadores europeos que llegaban hasta aquí
para intentar un futuro promisorio.
Peligrosos y feroces delincuentes, asolaron a
la población con sus robos y la horrorizaron
con los crímenes cometidos en sus propias riñas.


Los porteños en 1912 soportaron preocupados a una casta de mal vivientes que se habían instalado en los cafés de Suipacha, entre Corrientes y Lavalle, y por ésta hasta Cerrito. Ese era el reducto de los apaches, elementos que habían inmigrado de la siempre bien amada París.

En esos antros, utilizando un argot cargado de símbolos discutían sus asuntos: se trataba del caló parisino, que era una cédula de identidad. No sólo su lenguaje sino también su aspecto los delataba; usaban bigotes de guerra y dado que transitaban el destierro, a ello sumaban su flacura, tristeza y aire turbio. En los cafés mencionados, discutían, se peleaban y amaban.

Su nombre lo habían tomado de lo indios pieles rojas que habitaban los valles del río Colorado en Nuevo México. La palabra significa: malos perros, y eran, estos sujetos parisinos, verdaderamente malos perros… Unos sujetos de extrema dureza.

Aquí en Buenos Aires los embargaba la nostalgia de su París perdido tampoco los ayudaba el sentirse ni tan heroicos ni tan pillos como los veían en sus bulevares de origen. Tenían recelo porque los porteños, no los consideraban personajes heroicos, dándose cuenta que en este lugar no despertaban tanta admiración por su sangre fría; además no había guillotinas que los trastocaran en mitos de valor y para peor… hasta el idioma era otro aspecto que dificultaba su accionar.

Los apaches en Francia eran una clase de malhechores que merodeaban los barrios bajos. Cada uno de ellos poseía una “gigolette”, mujer que era su cómplice y encubridora, a la que maltrataban y prostituían; de manera que su medio de vida, eran su mujer y el asesinato para robar. El apache vivía al día; le bastaba tener el pernot y no necesitaba más. Para asesinar utilizaba con frialdad el arma blanca, y curiosamente, luego de consumado, su hábito no era el de la huída, sino que se acercaba al lugar del crimen y observaba con indiferencia la labor de la policía.

Existía entre ellos cierta fraternidad que les otorgaba ayuda y protección mutua. Cuando el cerco se estrechaba y resultaba imposible seguir en París, emigraban de allí, llorando, hacia otros destinos que generalmente eran Marruecos, Tanger y Argelia. Pro en 1912 América se había convertido en uno de los lugares preferidos de exilio.

Algunos de estos personajes accedieron a hablar con el periodismo de esta ciudad en aquella época, y por ello llegó hasta nosotros el estilo de sus costumbres laborales desplegadas en estas latitudes. Generalmente trabajaban de maquereaux, explotando a varias mujeres que se mantenían sometidas por el terror. El enemigo del maquereux era el beguin (garronero) a quien la gigolette amaba en secreto y cuando la situación era descubierta, terminaba en un baño de sangre. En este submundo abundan los celos, un primitivo instinto de propiedad los hacía luchar cuerpo a cuerpo por sus mujeres, y cuando uno de los dos perecía, la gigolette lloraba al muerto, pero seguía al vencedor.

El miche (paganini) era el cliente, víctima del entolage (robo), que practicaba la gilotette de acuerdo con el maqueroeaux o el beguin. Cada robo según la modalidad o variante tenía una denominación. Por ejemplo: shifrou, cuando el despojo se consumaba mientras el cliente conversaba con la mujer. El miché había colgado su saco en la percha de una vitrina; a través de una ventanilla disimulada el maquereau introducía su brazo y le sustraía parte del contenido de su cartera, que devolvía con un resto del dinero. El incauto, luego se daba cuenta de que le faltaba dinero, pero no desconfiaba de la mujer que había estado permanentemente a solas con él. Terminando por creer que lo había perdido en la calle.

Un robo original era el batteurs de dig dog, la gigolette fingía un desmayo frente a una joyería; el apache, correctamente vestido, acertaba a pasar -por casualidad- y se ofrecía a socorrer de inmediato a la señora en apuros, en el mismo instante en que aparecía, solícito, el joyero. Introducían a la mujer en el negocio y, cuando esta demostraba sentirse repuesta le pedía al joyero que le trajera agua para beber, mientras el apache embolsaba una joya valiosa.

Otro tipo de hurto era el conocido como bonjour que ocurría siempre de mañana. La gigolette arrastraba a un desprevenido hasta un café, lo invitaba a fumar un cigarrillo narcotizado, cuando el cliente se dormía, ella daba el golpe.

En los primeros años del siglo XX, otros sujetos,
No tan peligrosos como los apaches, desarrollaban,
vestidos con ropas femeninas,
delitos contra la propiedad y nunca contra la vida.
Casos famosos fueron: La princesa de Borbón,
La Bella Otero, La rubia Petronila y La Choricera



También en los primeros años del siglo, existió en la ciudad, un grupo de delincuentes que si bien no eran tan peligrosos como los apaches, también eran estafadores y ladrones curiosos; se trataba de una cofradía de hombres que se vestían de mujeres para lograr sus fines. Un cronista de aquellos años, comentaba: transitan por calles oscuras, ven llegar a un incauto, se le acercan y le dicen que se han extraviado del hogar.

- Estoy perdida , Señor, usted que parece un caballero tan amable y distinguido ¿Por qué no me acompaña? Tengo miedo y soy viuda.-
En lo más profundo de cada caballero se oculta un sinvergüenza.
- Con gusto la acompañaré , Señora- Contesta el distinguido caballero y se dispone a hacerlo.
Suben un coche y mientras la falsa dama dulcemente solloza y suspira, le roba a su tenorio la cartera.

Algunos de estos personajes fueron realmente famosos y memorables, destacándose que sus delitos siempre eran contra la propiedad y nunca violentos.

Rescatamos a algunos de ellos que por sus correrías hicieron historia en la vida cotidiana de la ciudad del puerto.

Luis Fernández, conocido como La Princesa de Borbón, de origen gallego, llegó a Buenos Aires en 1899; aprovechando los días de carnaval para vestirse como mujer. Tenía tan hermosa presencia que en Santiago de Chile, un joven ignorando la verdad, se suicidó “por ella”. En Rivera, Uruguay, el comisario se paseó con ella del brazo y la llevó al Club Social.
Trabajó como bailarina en el Moulin Rouge de Río de Janeiro; llegó a presentarse en el Congreso Nacional para solicitar una pensión como viuda de un guerrero del Paraguay. Accedió a una gran fortuna.

Culpiano Álvarez, alias La bella Otero, disputaba el prestigio a La Princesa de Borbón. Vivía en la calle Jujuy 890, donde tenía instalada una cámara roja de adivina.


Existió un hombre al que llamaban La Rubia Petronila, iba a los velorios vestida de luto, diciendo haber sido sirvienta del difunto. Se abrazaba con los deudos y robaba lo que podía.

Otro, fue Ángel Ceddani, alias La Choricera, quien tenía sala de baile en Puente Alsina.

Eran tantos que la policía calculaba que en aquel tiempo este tipo de timadores sumaban unos 3000 sujetos.

El Doctor Francisco de Veyga, distinguido psiquiatra contemporáneo de estos personajes, trató de estudiar y comprender los mecanismos psíquicos que había llevado a esta gente por este camino. En aquél entonces se sospechaba y sostenía, que más que tipos de cárcel eran cerebros de manicomio u hospital. La mayoría de ellos murieron locos o tuberculosos.

Formaban sociedades, organizaban bailes, adoptaban modales y voces de mujer, se daban nombres melodiosos y románticos. Admiraban la música y las flores; tocaban el piano y realizaban tareas de costura.
 

Protagonistas de otros tiempos, muy diferentes a los de Veyga, nos preguntamos si, independientemente de sus actividades delictivas,  habían hallado en las ropas femeninas su identidad sexual.



.....................................................................

© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna
Versión para Internet

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.


Publicado en febrero de 1993



*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.